PH
De ahí sólo se baja. Una vez al mes, más o menos. Cuándo regresa, no necesita de mi ayuda. Su asistente personal se encarga de los detalles. Yo sólo espero fuera, y miro avanzar los números hasta la cumbre. Diez minutos después, con exactitud, el elevador está de vuelta. No recibe visitas, únicamente su hijo, un chamaco andrajoso y con olor a tabaco, viene a verle de vez en cuando. Un par de veces al mes, quizás. Permanece allá arriba media hora cuando mucho y regresa sin decir palabra. Cuando eso ocurre tengo oportunidad de ver una rendija de ese mundo en las alturas. Las puertas se abren en un vestíbulo semi oscuro, una mesa de mármol con un gran florero repleto de rosas blancas (nunca las he visto de otro color), en medio de la mesa. Del lado derecho un pasillo como el de la señora Atwood, que lleva seguramente a las habitaciones privadas. Del lado izquierdo un salón. Un piano de cola negro, lustroso, que jamas he escuchado tocar, tal vez por la altura del piso , o tal vez porque