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PH

De ahí sólo se baja. Una vez al mes, más o menos. Cuándo regresa, no necesita de mi ayuda. Su asistente personal se encarga de los detalles. Yo sólo espero fuera, y miro avanzar los números hasta la cumbre. Diez minutos después, con exactitud, el elevador está de vuelta. No recibe visitas, únicamente su hijo, un chamaco andrajoso y con olor a tabaco, viene a verle de vez en cuando. Un par de veces al mes, quizás. Permanece allá arriba media hora cuando mucho y regresa sin decir palabra. Cuando eso ocurre tengo oportunidad de ver una rendija de ese mundo en las alturas. Las puertas se abren en un vestíbulo semi oscuro, una mesa de mármol con un gran florero repleto de rosas blancas (nunca las he visto de otro color), en medio de la mesa. Del lado derecho un pasillo como el de la señora Atwood, que lleva seguramente a las habitaciones privadas. Del lado izquierdo un salón. Un piano de cola negro, lustroso, que jamas he escuchado tocar, tal vez por la altura del piso , o tal vez porque

Poema al olvido

Rescatar palabras como gemas. Pulirlas, darles forma. Leerlas luego y sorprenderme. ¿Yo escribí eso?  Hacer un poema. Dejarlo. Hacerlo de nuevo. Cogerlo con fuerza. ¡Violarlo! Dejarle tirado en el suelo. Ignorarlo por días. Oírlo llorar, reír. Volverlo a amar. Pedirle perdón. Pequeño poema mío nacido de mis bifurcados piensos. ¡Pobre poema pisoteado! Ahora te traigo de regreso. Ahora te limpio, te leo de nuevo. Te acaricio, poema dolido. Eres tan frágil como yo. Tan vulnerable, tan jodidamente permanente. ¡Vuelve a la vida poema miserable! ¡Regresa y golpea mi memoria! Déjame saber porque te he escrito y he querido olvidarte. Golpéame el presente con esas palabras que un día quise y dejé por escrito.

Intuición

Mi vecina está sola otra vez. La miro desde mi ventana, apenas rendija, y lo sé. Ha salido temprano enfundada en sus jeans, con el casco no hecho a su medida, como su matrimonio. Arranca   su nave y huye. ¿A dónde ira? –pienso- Imagino que recorre las calles sin una idea, sólo por sentir el viento en el cuerpo, sólo por hacer rugir la máquina y acallar su corazón. Extraña manera de evadirse, montar una motocicleta. Si en alguna ocasión me topo con ella, cada una saliendo de casa, nos saludamos cordialmente. Una sonrisa obligada, que no se sepa que soy más allá de mi puerta. Pero se sabe o se intuye. Yo intuyo su soledad. El paso frío de la cama al baño, después de una noche de espera. La taza de café olvidada junto al teléfono, el agua de la regadera que se pierde bajo sus lágrimas. Intuyo un noviazgo fugaz, un amasiato pronto, una boda por consideración. La voz entrecortada en la sobremesa, los miles de te quiero dichos a la espalda. Intuyo un calor que la

Yunuén

Ya se ve la torre del templo. Las copas de los árboles que rodean la plaza. Yunuén impaciente. Su mente anda más rápido que sus piernas.  Ya se siente  sobre el empedrado con la miel en la canasta. Ya se bate el pulque en la olla. Ya se enhebran las cucharadas. Yunuén, acentuada. Colina abajo sus pasos regresan a casa. Un cielo blanco, veinticinco grados, la mañana quieta. El resonar de su nombre la trae a este pueblo. Zurumucapio. Zumbido de abejas.  Jalea frutal. Colmena fermentada en alcohol para el pulque que su padre vende. Yunuén atareada. Ella es quien lo elabora. Es inmune a los aguijones. No a la primavera. Esta mañana después de oír misa se ha quedado otro rato en la iglesia. Sus ojos negros contemplan el cielo raso tapisado de azucenas. Cuenta los querubines que colgados de las nubes parecen columpiarse como los monos que un día vió en el zoológico de Morelia. Yunuén embelesada. Los vió a lo lejos en unos arboles. Sus gritos se oían claritos, como chiquillos encabronad