PH


De ahí sólo se baja. Una vez al mes, más o menos. Cuándo regresa, no necesita de mi ayuda. Su asistente personal se encarga de los detalles. Yo sólo espero fuera, y miro avanzar los números hasta la cumbre. Diez minutos después, con exactitud, el elevador está de vuelta. No recibe visitas, únicamente su hijo, un chamaco andrajoso y con olor a tabaco, viene a verle de vez en cuando. Un par de veces al mes, quizás. Permanece allá arriba media hora cuando mucho y regresa sin decir palabra. Cuando eso ocurre tengo oportunidad de ver una rendija de ese mundo en las alturas. Las puertas se abren en un vestíbulo semi oscuro, una mesa de mármol con un gran florero repleto de rosas blancas (nunca las he visto de otro color), en medio de la mesa. Del lado derecho un pasillo como el de la señora Atwood, que lleva seguramente a las habitaciones privadas. Del lado izquierdo un salón. Un piano de cola negro, lustroso, que jamas he escuchado tocar, tal vez por la altura del piso , o tal vez porque no es tocado más que para ser pulido. Luego de eso nada. Ni un solo cuadro, ni una fotografía sobre el piano, nada. El minuto y medio que tardan las puertas del ascensor  en cerrar no son suficientes en todo caso para dejar ver más allá de lo superficial. Aunque , yo lo sé, dentro de ese piso nada es superficial. La vista al fondo del salón, durante ese minuto y medio, a través del ventanal, es el cielo puro. El azul infinito. La nada. El aire. Uno puede olvidarse de todo mirando esa imagen. Allá arriba no es el mundo, es el limbo. 
Una vez al mes sale de esas nubes. Baja al mundo real. Al de carne y hueso , al de prisas y ¡taxi! a grito en cuello de las gargantas de los peatones que en la acera, junto a mi, miran el ritual que es bajarle de la silla, alzarle, subirle a la limusina, acomodar su capa, el sombrero, los papeles que ocasionalmente trae consigo. Cerrar la puerta, doblar la silla, abrir la cajuela, guardar la silla. Partir. Mientras nosotros, simples y andantes mortales seguimos con ritmo apresurado nuestra vida sobre dos pies.
El señor Decartis no es hombre de muchas palabras. Sin embargo conmigo tiene cierta consideración, creo, o algo como reciprocidad por mi constante saludo: ¡Buenos días señor Decartis!, ¡buenas tardes señor Decartis! ¡qué hermoso día! ¿no le parece? ¡qué tarde más fresca!  ¿no cree usted?. Él, sin levantar la mirada, responde en monosílabos. Sólo un día cuándo a mi se me ocurrió decirle -¡Cómo me aprietan estos zapatos! ¡quien como usted que va en pantuflas!- él me miró a los ojos y sonrió diciendo, "no es poca cosa el sentido del humor, no es poca cosa señor". Luego dejo que le "hicieran" todo el ritual de la silla y la limusina y el jaloneo de los hilos de la marioneta que la vida le obligó a  ser. 
Tengo varios años de conocerle, y sólo puedo contar esa pequeña anécdota, esa frase corta pero sincera. Un cumplido, así lo quise ver. Viniendo de él, que trata con frialdad a su asistente, que no regresa un saludo, que jamás agradece a su chofer cuando este le sube al auto o le abre la puerta. Un cumplido, eso fue, para conmigo. Un pequeña línea que se cruzó por un momento entre su mirada y la mía. Un gesto de complicidad, de comprensión de mí hacia su condición de lisiado, de él hacia mi condición de empleado ignorado por casi toda persona que sube a este elevador. 
Llega la limo, se realiza el juego de movimientos, mecánicos ya, del chofer, la puerta, la silla, su asistente, los papeles, mi saludo, el botón: PH , las puertas que abren , el minuto y medio para entrar a la caja que lo llevará de nuevo a su encierro. Las puertas que confabulan frente a mi. Los números que escalan rítmicos hasta las alturas; allá donde se sabe que es de día cuando acá abajo la mañana ya lleva varias horas porque las ventanas no se abren hasta que la terapia a terminado. Allá donde entra un joven desaliñado, un dummie a"cumplir" con su requisito para que su mesada sea depositada sin falta cada día primero. Allá donde viven más personas que un sólo hombre preso de su cuerpo, pero que jamás usaran el elevador principal y saldrán por la bajada de servicio y regresarán al día siguiente de la misma forma que un ladrón a cumplir con su trabajo, sin ser vistos. Allá donde el cielo es sólo el comienzo.

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